
De los recuerdos nacen flores o detonan bombas.
Un recuerdo íntegro, con sus sabores, olor y colores respectivos, es una mina esperando ser pisada por una psique morbosa, ansiosa y masoquista, deseosa de añorar felicidad o de seguir arrancando una costra. Tal parece que esas costras que uno arranca, con el afán de no sanar esa herida abierta, es la única manera de agotar las posibilidades, las fantasías o de conservar un vínculo doloroso y a veces insano hacia algo o alguien.
Hoy voy a rascarme esa costrita y voy a dejar que la herida fresca y encendida drene a través del tubo de mi lagrimal. Voy a dejar la vía abierta para que, por un rato, venga un bienestar inmenso que me haga pensar que puedo salvarme, que voy a salvarme. Pero curarse de una traición es una herida que, indudablemente, dejará una cicatriz, una muy grande, la mayoría de las veces, en la espalda o en el pecho.
Algo me hizo odiar esa noche y tu distancia, tu hostilidad y tu empeño en estar mal. Tus ojos encendidos como si por primera vez en tu vida estuvieras a punto de vivir y parte de la vida es el pecado.
Odio esos zapatos porque los tenía puestos esa noche.
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